El Azar

"El Azar" sigue el tenso juego del destino para Diego, un político al borde del poder, y Raúl, un maestro del póker. Ambos navegan un mundo de decisiones de alto riesgo y secretos compartidos. Entre apuestas de fichas y votos, sus vidas se entrelazan en Montealto, una ciudad donde el azar juega sus propias cartas. Descubre si lograrán controlar el impredecible flujo de la suerte o serán arrastrados por él.

Gonzalo Valdes

7/8/20259 min read

El Azar

Capítulo 1

Habría que empezar por Diego, que esa noche miraba los números como quien mira caer la lluvia,sabiendo que cada gota tiene su destino y que nada de lo que hagamos cambiará el curso del agua. Losnúmeros eran simples, casi obscenos en su simplicidad: tres puntos. Tres puntos que lo separaban delsenador Vega, tres puntos que podrían ser el ancho de una moneda o el abismo entre el triunfo y elolvido.

—No te va a gustar —había dicho el asesor, y Diego pensó que las malas noticias siempre lleganprecedidas de esa frase, como si el mensajero quisiera preparar el terreno para el desastre, como si laspalabras fueran cojines donde amortiguar la caída.

Pero también habría que hablar de Raúl, porque en esa misma ciudad que palpitaba con luces de neón ypromesas rotas, "El Cuervo" Mendoza sostenía una pareja de ases como quien sostiene un pájaro herido:con cuidado, con respeto, sabiendo que en cualquier momento puede escaparse o morir entre los dedos.El garito olía a tabaco rancio y a sueños diferidos, esa mezcla que solo conocen los lugares donde loshombres van a jugarse lo que no tienen.

El extraño había llegado esa noche como llegan las cosas importantes: sin anunciarse, ocupando un lugarque parecía esperarlo desde siempre. Tenía un traje barato pero lo llevaba como si fuera de seda, y esacontradicción ya era una pista, aunque Raúl no lo supiera todavía. Las cartas comunitarias se desplegaroncomo un verso que se escribe solo: rey, reina, diez, todos de corazones. Un color era posible, pero Raúlsabía —sabía con esa certeza que no necesita explicaciones— que sus ases eran más fuertes que lasposibilidades.

Cuando el extraño mostró su pareja de jotas, Raúl no sonrió. Los buenos jugadores nunca sonríencuando ganan, porque saben que la próxima mano ya está siendo barajada en algún lugar del tiempo,esperando su turno para vengarse.

Diego cerró la carpeta y miró por la ventana. Las luces de Montealto parpadeaban como si la ciudadmisma estuviera indecisa, como si no supiera qué cara mostrar a la mañana siguiente. Pensó en el debatefinal, en las palabras que tendría que elegir como quien elige municiones antes de una batalla. El azar yahabía jugado su primera carta con esa encuesta, y ahora le tocaba a él responder.

Capítulo 2

Hay momentos en que uno siente que está parado en el filo de una navaja, y Diego Salazar vivíaprecisamente en uno de esos momentos, con las bolsas bajo los ojos como mapas de territorio perdido yel eco de los tres puntos resonándole en algún lugar entre las costillas y el estómago. Javier había traído

la solución envuelta en papel de diario, como esas noticias que uno prefiere no leer pero que terminanleyendo de todas formas.

—Información sobre Vega —había dicho Javier, y las palabras cayeron sobre el escritorio como cartasboca abajo, esperando ser reveladas—. Algo delicado.

Delicado. Qué palabra más extraña para describir la dinamita. Pero así son las cosas importantes: llegandisfrazadas de palabras suaves, de eufemismos que no engañan a nadie pero que todos usamos porquela verdad desnuda es insoportable.

Mientras tanto, en el sótano húmedo donde Raúl guardaba sus fichas como quien guarda secretos,Lorenzo apareció con esa sonrisa que tienen los hombres que han visto demasiado mundo. Se presentópor fin, como si el nombre fuera un regalo que había estado guardando para el momento preciso.

—Tengo un club privado —dijo Lorenzo, y Raúl supo inmediatamente que la palabra "club" era otramentira elegante, como llamar "delicada" a la información explosiva o "prestamista" al usurero.

La tarjeta negra pesaba más de lo que debería pesar una simple cartulina. Tenía esa densidad particularde las cosas que van a cambiar todo, el peso específico del destino concentrado en unos centímetroscuadrados. Raúl la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, junto al corazón, donde las cosasimportantes esperan su momento.

—Hombres de negocios, políticos menores —había explicado Lorenzo—, gente que cree que sabe jugar.

Creer que se sabe jugar. Raúl había visto a muchos hombres caer en esa trampa, confundir la suerte conel talento, el dinero con la habilidad. Pero él sabía que en el póker, como en la vida, solo hay dos tipos depersonas: los que leen y los que son leídos. Y él había pasado años perfeccionando el arte de la lectura.

Diego, en su oficina que olía a café frío y ambiciones marchitas, sostenía en las manos el expedientesobre Vega como quien sostiene una bomba sin saber si el temporizador ya empezó a correr. Lainformación era verdadera —Javier lo había verificado—, pero usarla significaba cruzar una línea que unavez cruzada no admite regreso.

—Es un riesgo enorme —había dicho Javier, y Diego pensó que todos los grandes momentos de lahistoria han sido riesgos enormes disfrazados de decisiones inevitables.

Capítulo 3

Gabriel Corso tenía esa mirada de los periodistas que han visto cómo se cocina la historia detrás de lascocinas de los poderosos, esa expresión de quien sabe que la verdad es siempre más sucia de lo queaparece en los titulares. Cuando Diego deslizó la carpeta sobre la mesa del café, Gabriel ni siquiera sesorprendió. Los hombres como él han aprendido a esperar este tipo de regalos envenenados.

—Esto es dinamita —dijo Gabriel, y Diego pensó que los hombres siempre usan metáforas militarescuando hablan de destruir a otros hombres, como si las palabras fueran armas y las noticias, campos debatalla.

El café se había enfriado entre ellos como se enfría todo lo que no se consume a tiempo. Diego miraba aGabriel y veía su propio reflejo deformado: otro hombre que había aprendido a comerciar con secretos, aconstruir alianzas sobre cimientos de barro y chantaje mutuo.

—Por lo que ambos sabemos —dijo Diego, y no necesitó terminar la frase. Hay secretos que se sostienensolos, que no necesitan ser pronunciados para existir con toda su fuerza. El incidente de años atrásflotaba entre ellos como un tercer commensal invisible, alimentándose de sus silencios.

En la mansión de las afueras, Raúl caminaba por pasillos que olían a dinero viejo y perfume caro. Valerialo guiaba como una anfitriona que conoce demasiado bien los secretos de su casa, con esa elegancia quesolo se aprende después de años de ver cómo los hombres poderosos se destruyen por unas fichas decolores.

—Lorenzo cree que tú podrías destacar en estas mesas —dijo Valeria, pero había algo en su voz quesonaba a advertencia disfrazada de halago.

Las mesas relucían bajo luces que parecían diseñadas para hacer que el dinero brillara más, para que lasfichas parecieran pequeñas estrellas caídas del cielo. Los jugadores tenían esa arrogancia particular dequienes nunca han perdido algo que realmente les importe, esa confianza ciega que Raúl habíaaprendido a reconocer como la marca de las presas fáciles.

Pero cuando Valeria le habló al oído —"Lorenzo no es alguien a quien se le pueda fallar"—, Raúl sintióque el aire de la mansión se volvía más denso, como si las palabras tuvieran peso físico. Había algo en laforma en que los guardias se apostaban cerca de las puertas, algo en la manera en que los otrosjugadores evitaban mirar demasiado directamente a ciertos rincones de la sala.

—Salir no es tan fácil —había dicho Valeria, y Raúl comprendió que estaba parado en el umbral de algoque era mucho más que un juego de cartas.

Diego, en su camerino antes del debate, se ajustaba la corbata como un actor que se prepara pararepresentar el papel de su vida. El mensaje anónimo había llegado esa mañana como llegan lasmaldiciones: sin explicación, sin firma, pero con la fuerza de la verdad: "Sé quién le dio la información aCorso."

Las palabras se repetían en su cabeza como un mantra del miedo. Alguien sabía. Alguien había visto lascartas antes de que él las jugara. El debate era dentro de minutos, pero Diego sentía que ya estabaperdido en un laberinto donde cada respuesta correcta lo llevaba más cerca de la trampa.

Capítulo 4

El debate transcurrió como esos sueños en los que uno se escucha hablar sin saber exactamente qué estádiciendo. Diego hablaba de transparencia y confianza rota, palabras que salían de su boca como palomasamaestradas, mientras en su cabeza resonaba el eco del mensaje anónimo. Vega, del otro lado delestudio, tenía la expresión de un hombre que sabe que lo han herido pero que todavía no ha descubiertodesde dónde le dispararon.

Cada pregunta del moderador era una carta nueva en el juego, y Diego las respondía con la precisión dequien ha ensayado cada movimiento pero sabe que un solo error puede delatarlo. Habló de cambio yrenovación, de la necesidad de líderes que no estuvieran manchados por el pasado, y cada palabra erauna apuesta doble: podía salvarlo o condenarlo.

En la mansión, Raúl se sentó en una mesa que parecía sacada de un sueño de avaricioso. Las fichas valíanmás que todo lo que había tocado en su vida, pero él las trataba como había aprendido a tratar todas lascosas valiosas: con respeto y distancia, sabiendo que lo que se desea demasiado se escapa entre losdedos.

El empresario del reloj de oro apostaba como quien tira dinero desde un balcón, con esa generosidadobscena de quien nunca ha conocido la escasez. La mujer del collar de diamantes jugaba con unaelegancia calculada, pero Raúl podía leer en sus gestos la misma desesperación que había visto en milesde mesas más humildes. El político local tenía ese aire de superioridad que solo da el poder, perotambién esa nerviosidad particular de quien juega con dinero que no es suyo.

Cuando Raúl mostró su escalera, el silencio que cayó sobre la mesa fue diferente a todos los silencios quehabía conocido. No era el silencio del respeto o la admiración, sino algo más denso, más peligroso. Lasfichas se acumularon frente a él como una montaña de posibilidades, pero también como una torre quepodía derrumbarse en cualquier momento.

Valeria lo observaba desde su rincón con esa mirada que tienen los depredadores cuando calculan si lapresa vale la pena el esfuerzo. Los guardias cerca de la puerta parecían estatuas, pero Raúl sabía que lasestatuas más peligrosas son las que pueden moverse sin avisar.

Lorenzo se acercó durante el descanso con esa sonrisa que ya Raúl había aprendido a descifrar: la sonrisade quien tiene todas las cartas y está decidiendo cuándo mostrarlas.

—Esta mesa es solo el comienzo —dijo Lorenzo, y sus palabras cayeron sobre Raúl como una redinvisible.

Capítulo 5

El amanecer llegó a Montealto con esa luz particular de los días después de las batallas: clara perocansada, como si también ella hubiera pasado la noche en vela esperando conocer a los vencedores.Diego Salazar era el nuevo alcalde por mil votos, esa diferencia mínima que separa el triunfo del desastre,el reconocimiento del olvido.

En su oficina, rodeado de voluntarios que celebraban como si hubieran ganado ellos mismos algo másque la oportunidad de seguir esperando, Diego no podía quitarse de encima la sensación de estaratrapado en una fotografía que alguien más había tomado. La victoria sabía a café frío y a promesas quetendría que cumplir con dinero prestado.

La llamada de Gabriel llegó como llegan todas las cobranzas: en el momento menos oportuno, con la vozmás molesta posible.

—Felicidades, alcalde —dijo Gabriel, y Diego supo inmediatamente que las felicitaciones que lleganacompañadas de favores son las más caras de todas.

Un puesto en su administración. Algo discreto, pero con acceso. Gabriel no lo pedía: lo cobraba, como secobra una deuda de juego. El secreto compartido flotaba entre ellos como un contrato firmado consangre, invisible pero más fuerte que cualquier papel legal.

Diego colgó el teléfono y se quedó mirando los edificios de Montealto, que esa mañana le parecían másaltos y más amenazantes. Había ganado la alcaldía, pero el precio era una cadena que no se veía peroque pesaba como el plomo. Cada decisión futura estaría marcada por esa llamada, por esa voz que sabíademasiado y que ahora tendría un escritorio desde donde seguir sabiendo.

En el club, Raúl había vivido su noche dorada jugando contra hombres que confundían el dinero con lainteligencia. El full house había aplastado al trío del empresario como una verdad aplasta una mentirabien contada. Las ganancias se apilaban frente a él como una promesa de libertad, pero también comouna trampa dorada.

El jugador demacrado se le acercó en el balcón como se acercan los fantasmas: sin ruido, llevandoconsigo el frío de las advertencias que llegan demasiado tarde.

—Lorenzo no te deja ir —le dijo, y mostró una cicatriz en la muñeca que parecía un signo de puntuaciónen una frase que nadie quería terminar de leer.

Cuando Valeria apareció con su mensaje —Lorenzo quería verlo, estaba impresionado, podría ser un fijo—, Raúl entendió que había llegado al momento de elegir entre el dinero y la libertad, entre las fichas y elalma. La elección no era difícil para alguien que había aprendido a leer las cartas y también a leer a loshombres que las barajaban.

—Dile a Lorenzo que esta fue mi única noche —dijo Raúl, y recogió sus ganancias como quien recoge lasúltimas flores de un jardín que está a punto de ser destruido.

Salió del club sin mirar atrás, llevándose el dinero pero dejando las promesas envenenadas. En el fríoamanecer de Montealto, con una bolsa llena de billetes que olían a riesgo y a oportunidad, decidió que elazar no volvería a dictar su vida.

Diego Salazar despertaría cada mañana sabiendo que su victoria tenía el nombre de Gabriel Corsotatuado en algún lugar del alma. Raúl "El Cuervo" Mendoza se alejó de la ciudad con las manos llenas y elcorazón ligero, libre de las mesas relucientes y las promesas que brillan demasiado para ser verdaderas.

El azar había jugado sus cartas finales, y como siempre, había ganado y perdido al mismo tiempo.